Denise Dresser
3 Dic. 07
Hay golpes en la vida, tan fuertes. Golpes como del odio de Dios, escribía César Vallejo. Golpes como los que seis ministros de la Suprema Corte acaban de propinarle al país. Heridas como la que el máximo tribunal acaba de infligirse a sí mismo al declarar que las violaciones a las garantías individuales de Lydia Cacho fueron inexistentes o poco graves. Al sugerir que la última instancia a la que un ciudadano puede recurrir no funciona para él o para ella. Al transformar el sufrimiento de niños y niñas víctimas de la pederastia en una anécdota más. Al convertir su veredicto en confabulario de gobiernos corruptos, empresarios inmorales, criminales organizados. Y así como un agente judicial le dijo a Lydia Cacho durante su "secuestro legal": "Qué derechos ni qué chingados", la Suprema Corte acaba de decirle lo mismo a los habitantes del país. Ustedes y yo, desamparados por quienes deberían proteger nuestros derechos, pero han decidido que no les corresponde velar por ellos.
Al votar como lo ha hecho, la mayoría de los ministros acaba de darle una estocada a la Corte de la que tomará años en recuperarse, si es que alguna vez logra hacerlo. Porque su resolución va a ocupar un lugar deshonroso en la historia constitucional de México, similar al que ocupa el caso Dred Scott en la historia constitucional de Estados Unidos. Ese caso en el que la Corte intentó imponer una solución judicial a un problema político; ese caso del año 1856 en el cual declaró -también "conforme a derecho"- que la esclavitud tenía fundamento legal y que como Dred Scott era un esclavo, carecía de derechos y la Corte no tenía jurisdicción para intervenir en su favor. Ese caso que hasta el día de hoy se considera una mancha imborrable, una vergüenza compartida, una herida autoinfligida.
Sablazo similar al que producen los seis ministros que se vanaglorian de empatía y sensibilidad, pero en sus argumentos públicos no las demuestran. Ingenuos o cínicos cuando sugieren que su resolución no deriva en impunidad y que "otras instituciones" podrían investigar el caso, a sabiendas de que llegó a sus recintos precisamente porque eso jamás iba a ocurrir. Contradictorios o deshonestos cuando desechan el caso argumentando que la grabación telefónica entre Kamel Nacif y Mario Marín no tiene valor probatorio alguno, e ignoran la investigación exhaustiva de mil 251 páginas que confirma su contenido. Insensibles o autistas cuando optan por descartar los 377 expedientes relacionados con delitos sexuales cometidos contra menores. Cómplices involuntarios o activos cuando afirman actuar en función del "interés superior" y éste resulta coincidir con los intereses del gobernador y sus amigos. Representantes del peor tipo de paternalismo cuando declaran -en un comunicado lamentable- que sus sofisticadas decisiones no resultan de "fácil comprensión" para grupos muy numerosos de la sociedad.
Seis ministros acaban de destruir la magnífica ilusión -alimentada por su actuación ante la Ley Televisa- de que la Corte opera en un plano moral superior a la mayoría de los mexicanos y se aboca a defenderlos. Cómo creer que han puesto "lo mejor de sí mismos para servir correctamente al país" si allí están las carcajadas del ministro Ortiz Mayagoitia. Las descalificaciones del ministro Aguirre. Los vaivenes argumentativos de Olga Sánchez Cordero. La relativización de la tortura avalada por Mariano Azuela porque el caso de Lydia Cacho no fue "excepcional" o "extraordinario". El consenso de todos ellos en cuanto a que quizás hubo violaciones pero fueron menores, no graves, resarcibles, quizás indebidas pero no meritorias de la atención de la Corte. O como lo preguntó el ministro Aguirre: "Si a miles de personas las torturan en este país. ¿De qué se queja la señora? ¿Qué la hace diferente o más importante para distraer a la Corte en un caso individual?"
Quizás sólo quede demostrada alguna vez la violación de garantías individuales en México cuando a la esposa de algún ministro la trasladen sin el debido due process durante 23 horas de un estado a otro. Cuando a la madre de algún juez le digan que sólo le darán de comer si le hace sexo oral a los agentes judiciales que la han secuestrado. Cuando a la hermana de algún magistrado importante le metan una pistola a la boca y le susurren al oído "tan buena y tan pendeja; pa' qué te metes con el jefe ... va a acabar contigo". Cuando a la hija de algún abogado le cobren una fianza excesiva para dejarla salir de la cárcel o amenacen con violarla allí o la sometan a entrevistas intimidatorias o un gobernador le dé un buen "coscorrón". Cuando a la nuera de algún político le digan sus torturadores "Ten tu medicina aquí ... un jarabito, quieres?", mientras se soban los genitales. Cuando a la nieta de alguna procuradora la viole un pederasta protegido por un "Estado de derecho" puesto al servicio de los poderosos que casi siempre ganan. Cuando alguno de ellos -lamentablemente- sea víctima de un sistema judicial podrido y no antes. Sólo así.
Y bueno, la Suprema Corte se pega a sí misma, pero el peor golpe se lo da a la nación al demostrar cuán lejos está de ser un garante agresivo e independiente de los derechos constitucionales. Cuán lejos se encuentra de entender el maltrato sistemático de millones de mexicanos vejados por el sistema judicial y aplastados por las alianzas inconfesables del sistema político. Así como Kamel Nacif llama "pinche vieja" a Lydia Cacho", la mayoría de la Suprema Corte acaba de llamarnos "pinches ciudadanos" a ustedes y a mí. Acaba de mandar el mensaje de que no la molestemos con asuntos tan poco importantes como la defensa de las garantías individuales, porque está demasiado ocupada validando los intereses de empresarios poderosos y sus aliados en otras ramas del gobierno.
Quizás por ello en el libro Memorias de una infamia, Lydia Cacho escribe: "Mi país me da pena. Lloro por mí y por quienes tienen poder para cambiarlo pero eligen perpetuar el statu quo". Y lloramos contigo Lydia -nuestra Lydia- pero rehusamos rendirnos aunque seis ministros de la Corte lo hayan hecho. Porque tienes razón: México es más que un puñado de gobernantes corruptos, de empresarios inmorales, de criminales organizados, de jueces autistas. México es el país de quienes luchan terca e incansablemente por devolverle un pedacito de su dignidad. Y aunque la Corte rehúse asumir el papel que le corresponde ante esta causa común, hay muchos ciudadanos que comparten la convicción -junto con el ministro Juan Silva Meza- "de que en un Estado constitucional y democrático, la impunidad no tiene cabida".
3 Dic. 07
Hay golpes en la vida, tan fuertes. Golpes como del odio de Dios, escribía César Vallejo. Golpes como los que seis ministros de la Suprema Corte acaban de propinarle al país. Heridas como la que el máximo tribunal acaba de infligirse a sí mismo al declarar que las violaciones a las garantías individuales de Lydia Cacho fueron inexistentes o poco graves. Al sugerir que la última instancia a la que un ciudadano puede recurrir no funciona para él o para ella. Al transformar el sufrimiento de niños y niñas víctimas de la pederastia en una anécdota más. Al convertir su veredicto en confabulario de gobiernos corruptos, empresarios inmorales, criminales organizados. Y así como un agente judicial le dijo a Lydia Cacho durante su "secuestro legal": "Qué derechos ni qué chingados", la Suprema Corte acaba de decirle lo mismo a los habitantes del país. Ustedes y yo, desamparados por quienes deberían proteger nuestros derechos, pero han decidido que no les corresponde velar por ellos.
Al votar como lo ha hecho, la mayoría de los ministros acaba de darle una estocada a la Corte de la que tomará años en recuperarse, si es que alguna vez logra hacerlo. Porque su resolución va a ocupar un lugar deshonroso en la historia constitucional de México, similar al que ocupa el caso Dred Scott en la historia constitucional de Estados Unidos. Ese caso en el que la Corte intentó imponer una solución judicial a un problema político; ese caso del año 1856 en el cual declaró -también "conforme a derecho"- que la esclavitud tenía fundamento legal y que como Dred Scott era un esclavo, carecía de derechos y la Corte no tenía jurisdicción para intervenir en su favor. Ese caso que hasta el día de hoy se considera una mancha imborrable, una vergüenza compartida, una herida autoinfligida.
Sablazo similar al que producen los seis ministros que se vanaglorian de empatía y sensibilidad, pero en sus argumentos públicos no las demuestran. Ingenuos o cínicos cuando sugieren que su resolución no deriva en impunidad y que "otras instituciones" podrían investigar el caso, a sabiendas de que llegó a sus recintos precisamente porque eso jamás iba a ocurrir. Contradictorios o deshonestos cuando desechan el caso argumentando que la grabación telefónica entre Kamel Nacif y Mario Marín no tiene valor probatorio alguno, e ignoran la investigación exhaustiva de mil 251 páginas que confirma su contenido. Insensibles o autistas cuando optan por descartar los 377 expedientes relacionados con delitos sexuales cometidos contra menores. Cómplices involuntarios o activos cuando afirman actuar en función del "interés superior" y éste resulta coincidir con los intereses del gobernador y sus amigos. Representantes del peor tipo de paternalismo cuando declaran -en un comunicado lamentable- que sus sofisticadas decisiones no resultan de "fácil comprensión" para grupos muy numerosos de la sociedad.
Seis ministros acaban de destruir la magnífica ilusión -alimentada por su actuación ante la Ley Televisa- de que la Corte opera en un plano moral superior a la mayoría de los mexicanos y se aboca a defenderlos. Cómo creer que han puesto "lo mejor de sí mismos para servir correctamente al país" si allí están las carcajadas del ministro Ortiz Mayagoitia. Las descalificaciones del ministro Aguirre. Los vaivenes argumentativos de Olga Sánchez Cordero. La relativización de la tortura avalada por Mariano Azuela porque el caso de Lydia Cacho no fue "excepcional" o "extraordinario". El consenso de todos ellos en cuanto a que quizás hubo violaciones pero fueron menores, no graves, resarcibles, quizás indebidas pero no meritorias de la atención de la Corte. O como lo preguntó el ministro Aguirre: "Si a miles de personas las torturan en este país. ¿De qué se queja la señora? ¿Qué la hace diferente o más importante para distraer a la Corte en un caso individual?"
Quizás sólo quede demostrada alguna vez la violación de garantías individuales en México cuando a la esposa de algún ministro la trasladen sin el debido due process durante 23 horas de un estado a otro. Cuando a la madre de algún juez le digan que sólo le darán de comer si le hace sexo oral a los agentes judiciales que la han secuestrado. Cuando a la hermana de algún magistrado importante le metan una pistola a la boca y le susurren al oído "tan buena y tan pendeja; pa' qué te metes con el jefe ... va a acabar contigo". Cuando a la hija de algún abogado le cobren una fianza excesiva para dejarla salir de la cárcel o amenacen con violarla allí o la sometan a entrevistas intimidatorias o un gobernador le dé un buen "coscorrón". Cuando a la nuera de algún político le digan sus torturadores "Ten tu medicina aquí ... un jarabito, quieres?", mientras se soban los genitales. Cuando a la nieta de alguna procuradora la viole un pederasta protegido por un "Estado de derecho" puesto al servicio de los poderosos que casi siempre ganan. Cuando alguno de ellos -lamentablemente- sea víctima de un sistema judicial podrido y no antes. Sólo así.
Y bueno, la Suprema Corte se pega a sí misma, pero el peor golpe se lo da a la nación al demostrar cuán lejos está de ser un garante agresivo e independiente de los derechos constitucionales. Cuán lejos se encuentra de entender el maltrato sistemático de millones de mexicanos vejados por el sistema judicial y aplastados por las alianzas inconfesables del sistema político. Así como Kamel Nacif llama "pinche vieja" a Lydia Cacho", la mayoría de la Suprema Corte acaba de llamarnos "pinches ciudadanos" a ustedes y a mí. Acaba de mandar el mensaje de que no la molestemos con asuntos tan poco importantes como la defensa de las garantías individuales, porque está demasiado ocupada validando los intereses de empresarios poderosos y sus aliados en otras ramas del gobierno.
Quizás por ello en el libro Memorias de una infamia, Lydia Cacho escribe: "Mi país me da pena. Lloro por mí y por quienes tienen poder para cambiarlo pero eligen perpetuar el statu quo". Y lloramos contigo Lydia -nuestra Lydia- pero rehusamos rendirnos aunque seis ministros de la Corte lo hayan hecho. Porque tienes razón: México es más que un puñado de gobernantes corruptos, de empresarios inmorales, de criminales organizados, de jueces autistas. México es el país de quienes luchan terca e incansablemente por devolverle un pedacito de su dignidad. Y aunque la Corte rehúse asumir el papel que le corresponde ante esta causa común, hay muchos ciudadanos que comparten la convicción -junto con el ministro Juan Silva Meza- "de que en un Estado constitucional y democrático, la impunidad no tiene cabida".
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