x Enrique Castillo González
Había una vez, allá en lo mas alto de la montaña, un pueblo muy pobre, muy pobre. Pobre de todo: pobre de comida, de salud, de esperanza… pobre pues. A una calle pobre la acompañaba algún puñadito de casas, una pequeñita y pobre iglesia, un tendajón donde lo que más se vendía era aguardiente y velas.
Dentro de las casas algunas mujeres amamantaban a algún crío que, por haber nacido allí, estaba condenado a ser pobre.
Una tarde, media docena de hombres bebían cerveza, lujo que les fue llevado por el maestrito que a manera de cohecho les convidó. El maestro rural sólo estaba en la pobre escuela dos o tres días por semana.
—“Víamos de invitar al Gobernador a que venga a ver qué pobres somos” dijo el más viejo del pueblo.
—“Sí” respondieron los presentes.
El maestrito vio ahí una oportunidad política.
—“Hagámosle una comida, maten un becerro y algunas gallinas y dispongamos de la escuela para que ahí se le den el convite al Gobernador”.
El comisario ejidal, que estaba entre los presentes dispuso de los centavos que tenia la caja de los caudales del pueblo y con esos cinco mil pesos, más el sacrificio de becerro y gallinas se dispuso invitar al Gobernador.
Fue el mismo maestro rural el que bajó a la ciudad donde despachaba el que sería invitado, éste aceptó. “Untarme un poco de pobreza en el cuerpo no me hará daño”, dijo el político.
El día llegó. El pueblo pobre vio llegar a su Gobernador. Más no llegó solo: con él venía su comitiva. En la mesa de honor, el cura de la parroquia (que sólo subía cuando venia a casar o bautizar, pues era cuando había limosnas), el maestrito y media decena de achichincles del señor Gobernador, los aplausos, el discurso, el tintinar de botellas de cerveza, las carcajadas y el discurso. Del pueblo nadie alcanzó a comer ni becerro ni gallinas. Eso sí: tres cervezas por cristiano.
La comida terminó. El gober se puso de pie, trazó un camino de sonrisas y palmadas en algunas afortunadas espaldas de quienes se ponían en su camino, las porras salidas de las gargantas con olor a borracho y, a otra cosa.
Cuando sólo quedaba el polvo y el olor a gasolina, los habitantes pobres de ese pueblo pobre solo se vieron unos a otros. Todo quedó igual, con la gravedad que ya no habría ni gallinas ni un becerro en todo el pueblo.
La mañana del día 6 de diciembre, en el pueblo más pobre de Guerrero, Tlacuachistlahuaca, se recibió la visita del "Presidente de la República Mexicana".
A Felipe Calderón lo pudimos ver acompañado del gobernador Torreblanca Galindo. Calderón Hinojosa echó talacha en un casa de una familia amuzga, tendió con pala en mano una cantidad de cemento y con este simbólico acto dejó saber que las casas de ese pueblo pobre tendrían un piso digno, que es un buen principio, así sus camas fabricadas de varas sostenidas de horcones y sus fogones al centro de la vivienda estarían sobre pisos de cemento.
Afuera, en el traspatio, los animalitos y asunto arreglado. ¡Se dio un gran avance! Eso si: políticos y acompañantes no se comieron a sus animalitos.
El Presidente caminó de la casa de bajareque tendiendo una cortina de saludos.
La misma tolvanera y el mismo hedor a gasolina. Las mismas miradas, ahora de amuzgo a amuzgo que, en silencio, se preguntaron:
—“¿En qué nos va a ayudar que ellos aigan venido?”
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