Hace cuatro años, en una comida convocada por Carlos Slim, uno de los comensales le preguntó a la luz del discurso sobre la lucha de clases que estaba empezando a usar Andrés Manuel López Obrador —a quien apoyaba y asesoraba—, si no temía que en el corto plazo los habitantes de las zonas áridas del oriente de la ciudad de México, indignadas por la iniquidad en que vivían, tomaran por asalto las zonas boscosas y afluentes del poniente de la capital. Slim minimizó la pregunta por considerarla “muy dramática”.
Pero en vísperas de la elección presidencial, esos síntomas aparecieron de forma intempestiva.
Cuando una académica que se ha caracterizado por sus posiciones de avanzada pidió una toalla en el baño en el club al que ha ido por largo tiempo, la encargada, tirándosela casi en la cara, le dijo molesta: “Después del 2 de julio, usted será quien me dé las toallas a mí”.
¿Qué sucedió en estos cuatro años? Hay mucha gente polarizada, frustrada y enojada porque consideran que los poderes fácticos de México le robaron la elección a López Obrador, quien hizo de la lucha de clases el eje central de su discurso electoral y construyó sobre él las razones de lo que llama “fraude electoral”. Ha dicho que lo derrotaron los ricos y racistas para impedir llegar una opción para los pobres. La retórica ha sido alimento de una desobediencia por lo que a López Obrador le han llovido adjetivos. Hay pocas dudas de una irresponsabilidad social, política e histórica al llevar a muchas personas al extremo de la ley, pero tampoco que no fue él quien creó este conflicto de clases sino, acaso, quien encontró el atajo a un destino manifiesto.
La desigualdad es un insulto nacional. Hay un caldo de cultivo fermentado durante largo tiempo del cual son directamente responsables gobiernos y oligopolios de familias empresariales y sindicatos corporativos que han jugado a capricho con el país.
La lucha de clases sobre la epidermis es el síntoma de un problema más profundo del estancamiento del desarrollo económico que genera iniquidad. Existen evidencias que la concentración de la riqueza y el poder ha tenido impactos altamente negativos en México y, como plantea un documento que será dado a conocer este lunes durante una reunión organizada por el Banco Mundial preparado por su directora en México, Isabel Guerrero; Luis Felipe López-Calva de la Universidad de Stanford y Michael Walton de Harvard, la iniquidad produce una falta de competencia que afecta al mercado y mina las políticas públicas.
En el caso mexicano, su argumentación permite pensar que las empresas y los sindicatos más fuertes distorsionaron el diseño de la política nacional y el funcionamiento del mercado.
Los autores aportan datos que explican la molestia nacional: En 2000, los ingresos de 10% de la población era 45 veces más alto que los ingresos del 10% más pobre. Y se agrava cuando al complementar esos números con la lista de Forbes que usan pese a sus debilidades metodológicas para ver la extrema riqueza en México, muestran que 10 mexicanos multimillonarios cuyas riquezas provienen de la minería, la banca, telecomunicaciones, cervezas, cemento, comercio, farmacéuticas, bienes raíces, televisión y tortillas, representan de 5 a 6% del Producto Nacional Bruto de los últimos tres años. México tiene más multimillonarios que Gran Bretaña y Japón, y generan ingresos por encima de los 24 mil millones de dólares anuales, lo que significa que su ingreso potencial es 14 mil veces más que el promedio nacional.
La riqueza, si se desea ver pragmáticamente, no es algo condenable. El problema, como lo documenta el estudio, es que las concentraciones de la riqueza familiar —característica de los conglomerados mexicanos—, abre la puerta a la concentración de influencia corporativa a través de estructuras piramidales que sugiere que el control familiar de los activos sea mucho mayor a su propiedad en acciones. En los 90, 100% de las 20 empresas más grandes eran propiedad de una familia, lo que se reproduce en 80% en las 15 compañías que cotizan en la Bolsa, que representan 40% de las acciones. Esta concentración se traduce en opacidad corporativa —que en otras naciones llevó a la corrupción—, a una reducción en la productividad, falta de competencia, oposición a incremento de impuestos, créditos preferenciales y un sistema financiero estrecho. O sea, a un modelo económico hecho a su medida. Su poder, por tanto, es monumental, y se ve en la manipulación de leyes para controlar precios y obtener protección política y judicial.
El documento señala que 24% de las denuncias de abuso de monopolio son hechas contra empresas que controlan los multimillonarios que aparecen en Forbes, y que de 39 casos donde las autoridades declararon abuso de poder en el mercado, los amparos en 12 de ellas terminaron revertiendo el fallo. Entre las distorsiones se encuentra el que para las familias que concentran el poder en México sean siempre mayores las probabilidades de que se les otorgue una concesión y menores aquellas en donde puedan ser sujetas de sanciones. Pero si el corporativismo empresarial es perjudicial para la economía, el sindical no lo es menos, pues la influencia de los sindicatos puede costar enormemente a la sociedad cuando se protegen sectores y por la vía del proceso político. El documento menciona como los sindicatos más significativos el de Pemex, la CFE, el de Luz y Fuerza, el Seguro Social y el de maestros, sectores protegidos donde los trabajadores sindicalizados ganan más que el resto nacional.
A través de las presiones corporativas y amenazas políticas, influyen en las negociaciones salariales para crear estructuras ineficientes y corrupción. En el caso de Pemex, se ha documentado cómo el sindicato vende plazas ayuda a mantener en crisis a una empresa que debía ser boyante. O el de los maestros, cuyo sistema de negociación centralizado garantiza beneficios económicos a sus líderes a la vez de pobres rendimientos educativos. Este país es el último lugar en la OECD y de los tres últimos en América Latina. En este sistema no rinden cuentas, pero generan altos costos para el consumidor, como los energéticos, que cuestan de 10 a 60% más que en Estados Unidos, o la electricidad, que está entre las más altas del continente.
El monopolio privado y público en México es una lacra social. Su poder frenó reformas, lastimó a la competencia y laceró a la población. La lucha de clases es sólo una expresión del enrarecimiento de una población crecientemente más pobre frente a sectores crecientemente más ricos. Las elites mexicanas han promovido estos monopolios y grupos de poder. Hay que terminar con este sistema de privilegios para unos cuantos, pues de no hacerlo, visto que arrancamos ya los motores, caminamos hacia la confrontación social.
rriva@eluniversal.com.mx
r_rivapalacio@yahoo.com 24/11/2006
Pero en vísperas de la elección presidencial, esos síntomas aparecieron de forma intempestiva.
Cuando una académica que se ha caracterizado por sus posiciones de avanzada pidió una toalla en el baño en el club al que ha ido por largo tiempo, la encargada, tirándosela casi en la cara, le dijo molesta: “Después del 2 de julio, usted será quien me dé las toallas a mí”.
¿Qué sucedió en estos cuatro años? Hay mucha gente polarizada, frustrada y enojada porque consideran que los poderes fácticos de México le robaron la elección a López Obrador, quien hizo de la lucha de clases el eje central de su discurso electoral y construyó sobre él las razones de lo que llama “fraude electoral”. Ha dicho que lo derrotaron los ricos y racistas para impedir llegar una opción para los pobres. La retórica ha sido alimento de una desobediencia por lo que a López Obrador le han llovido adjetivos. Hay pocas dudas de una irresponsabilidad social, política e histórica al llevar a muchas personas al extremo de la ley, pero tampoco que no fue él quien creó este conflicto de clases sino, acaso, quien encontró el atajo a un destino manifiesto.
La desigualdad es un insulto nacional. Hay un caldo de cultivo fermentado durante largo tiempo del cual son directamente responsables gobiernos y oligopolios de familias empresariales y sindicatos corporativos que han jugado a capricho con el país.
La lucha de clases sobre la epidermis es el síntoma de un problema más profundo del estancamiento del desarrollo económico que genera iniquidad. Existen evidencias que la concentración de la riqueza y el poder ha tenido impactos altamente negativos en México y, como plantea un documento que será dado a conocer este lunes durante una reunión organizada por el Banco Mundial preparado por su directora en México, Isabel Guerrero; Luis Felipe López-Calva de la Universidad de Stanford y Michael Walton de Harvard, la iniquidad produce una falta de competencia que afecta al mercado y mina las políticas públicas.
En el caso mexicano, su argumentación permite pensar que las empresas y los sindicatos más fuertes distorsionaron el diseño de la política nacional y el funcionamiento del mercado.
Los autores aportan datos que explican la molestia nacional: En 2000, los ingresos de 10% de la población era 45 veces más alto que los ingresos del 10% más pobre. Y se agrava cuando al complementar esos números con la lista de Forbes que usan pese a sus debilidades metodológicas para ver la extrema riqueza en México, muestran que 10 mexicanos multimillonarios cuyas riquezas provienen de la minería, la banca, telecomunicaciones, cervezas, cemento, comercio, farmacéuticas, bienes raíces, televisión y tortillas, representan de 5 a 6% del Producto Nacional Bruto de los últimos tres años. México tiene más multimillonarios que Gran Bretaña y Japón, y generan ingresos por encima de los 24 mil millones de dólares anuales, lo que significa que su ingreso potencial es 14 mil veces más que el promedio nacional.
La riqueza, si se desea ver pragmáticamente, no es algo condenable. El problema, como lo documenta el estudio, es que las concentraciones de la riqueza familiar —característica de los conglomerados mexicanos—, abre la puerta a la concentración de influencia corporativa a través de estructuras piramidales que sugiere que el control familiar de los activos sea mucho mayor a su propiedad en acciones. En los 90, 100% de las 20 empresas más grandes eran propiedad de una familia, lo que se reproduce en 80% en las 15 compañías que cotizan en la Bolsa, que representan 40% de las acciones. Esta concentración se traduce en opacidad corporativa —que en otras naciones llevó a la corrupción—, a una reducción en la productividad, falta de competencia, oposición a incremento de impuestos, créditos preferenciales y un sistema financiero estrecho. O sea, a un modelo económico hecho a su medida. Su poder, por tanto, es monumental, y se ve en la manipulación de leyes para controlar precios y obtener protección política y judicial.
El documento señala que 24% de las denuncias de abuso de monopolio son hechas contra empresas que controlan los multimillonarios que aparecen en Forbes, y que de 39 casos donde las autoridades declararon abuso de poder en el mercado, los amparos en 12 de ellas terminaron revertiendo el fallo. Entre las distorsiones se encuentra el que para las familias que concentran el poder en México sean siempre mayores las probabilidades de que se les otorgue una concesión y menores aquellas en donde puedan ser sujetas de sanciones. Pero si el corporativismo empresarial es perjudicial para la economía, el sindical no lo es menos, pues la influencia de los sindicatos puede costar enormemente a la sociedad cuando se protegen sectores y por la vía del proceso político. El documento menciona como los sindicatos más significativos el de Pemex, la CFE, el de Luz y Fuerza, el Seguro Social y el de maestros, sectores protegidos donde los trabajadores sindicalizados ganan más que el resto nacional.
A través de las presiones corporativas y amenazas políticas, influyen en las negociaciones salariales para crear estructuras ineficientes y corrupción. En el caso de Pemex, se ha documentado cómo el sindicato vende plazas ayuda a mantener en crisis a una empresa que debía ser boyante. O el de los maestros, cuyo sistema de negociación centralizado garantiza beneficios económicos a sus líderes a la vez de pobres rendimientos educativos. Este país es el último lugar en la OECD y de los tres últimos en América Latina. En este sistema no rinden cuentas, pero generan altos costos para el consumidor, como los energéticos, que cuestan de 10 a 60% más que en Estados Unidos, o la electricidad, que está entre las más altas del continente.
El monopolio privado y público en México es una lacra social. Su poder frenó reformas, lastimó a la competencia y laceró a la población. La lucha de clases es sólo una expresión del enrarecimiento de una población crecientemente más pobre frente a sectores crecientemente más ricos. Las elites mexicanas han promovido estos monopolios y grupos de poder. Hay que terminar con este sistema de privilegios para unos cuantos, pues de no hacerlo, visto que arrancamos ya los motores, caminamos hacia la confrontación social.
rriva@eluniversal.com.mx
r_rivapalacio@yahoo.com 24/11/2006
Para que nos hacemos tontos, la lucha de clases siempre a existido y AMLO sólo tuvo el valor de ponerla en la Agenda Política como algo prioritario a resolver. En definitiva no es más que la Plutocracía (la política manejada por los barones del poder y el dinero) la responsable de los problemas de México.
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